Crónicas puntanas


El futuro llegó hace rato.

-Lo que se ve es que hay mucha obra pública... – le dice una señora sentada con su marido pelado a la moza que sirve el desayuno en el hotel. A mí me gusta escuchar las conversaciones ajenas, lo confieso.

-Así es- contesta la moza, con un tono que se pasea entre el orgullo y la cautela.

-... aunque algunas son medio faraónicas –la señora se pone repentinamente crítica y egiptóloga-, ayer, por ejemplo, estuvimos en la Ciudad de la Punta. Demasiadas cosas para tan poca población.

-Lo que pasa es que esa es una ciudad para el futuro.

La ciudad del futuro.

En el medio de un valle desierto –absolutamente desierto- aparece la Ciudad de la Punta. Cerca de San Luis (capital) pero literalmente en el medio de la nada. No dudo de que el diseño urbanístico debe ser excelente, dado que en su factura participó mi futuro cuñado Eloy, pero carezco de las aptitudes para evaluarlo.

Eso sí: a simple vista todo parece un exceso. La Ciudad de la Punta tiene once mil seiscientos cuarenta y dos habitantes, según reza un cartel a la entrada vagamente exacto. Para ese puñadito de gente, hay tres escuelas, una universidad, un centro astronómico y el set cinematográfico más grande del país.

En la Ciudad de la Punta todo tiene un toque levemente irreal, comenzando por las esculturas que se yerguen en cada rincón de este páramo desolado y siguiendo con los pocos árboles que hay, rigurosamente pintados de diversos colores pero siempre en tono pastel. No sé cuál es el gentilicio de quienes nacieron en la Ciudad de la Punta (si es que alguien nació allí), pero supongo que “puntano” no es del todo inadecuado.

En el set de cine, una señorita me cuenta las causas que dieron origen a la fundación de esta extrañísima ciudad. No traté de confirmar la historia, que seguramente será mucho más compleja y quizás totalmente distinta, porque más que la verdad del asunto me interesa cómo cuentan la historia sus habitantes.

Según me dicen, todo empezó con una pelea entre el gobernador (no sé si el Alberto o el Adolfo, calculo que el Adolfo) y el intendente opositor de la capital provincial. El gobernador quería construir viviendas sociales y otros proyectos en terrenos del municipio. El intendente se negaba o acaso reclamaba alguna participación o quizás tenía algún proyecto alternativo o vaya uno a saber qué. El asunto es que decía que no. El gobernador entonces se calentó y –quizás para castigar de paso a los ciudadanos de la capital que habían votado al intendente opositor- dijo má sí, y en vez de construir las obras en la capital fundó un nuevo municipio, una nueva ciudad: la Ciudad de la Punta. Cerquita, pero nueva, separada.

Y, ya que estaba, la hizo de primera: escuelas, hospitales, universidad, hollywood, centro astronómico, la ciudad del futuro. Y todo pintado en tonos pastel.

Puede parecer raro, excéntrico, innecesario, y acaso lo sea. En esas cosas, el peronismo mágico comparte el voluntarismo y la excentricidad de los geniales gorilas de la generación del ochenta, que un buen día, porque sí, construyeron de la nada la ciudad en donde vivo.

La ciudad del pasado.

Pasando El Trapiche y La Florida, subiendo a mil seiscientos metros de altura, se llega a La Carolina, pequeño pueblo minero al que le extrajeron todo lo que tenía y se nota.

La Carolina tenía oro en sus entrañas y por eso la fueron perforando y vaciando. Primero, los incas; después, los españoles. Los últimos restos los sacaron los criollos puntanos. Ahora no le queda nada, salvo un puñado de habitantes del color de la tierra, descendientes sin duda de los que se morían en los túneles malolientes y peligrosos.

Quedan también algunos pocos túneles intactos de la mina abandonada. Apenas me asomo a uno y ya me invade el desasosiego. La altura del túnel es de un poco más de un metro veinte y la anchura no es mucho mayor tampoco. Por el piso corre algo líquido y ligeramente pegajoso, que no se ve, porque no hay luz.

Miles de hombres trabajaban en estos túneles oscuros durante todo el día y salían recién a la noche. Para ellos, la luz del sol era un lujo que no podían pagar. Cada tanto se morían en algún derrumbe o en una explosión o de asfixia. ¿Cuántos hombres hoy trabajan y viven en túneles similares, en condiciones no muy distintas, para extraer ese metal brillante que apenas sirve para hacer adornos? Sin embargo, en las cadenas de correos electrónicos que recibo periódicamente contra las minas de oro, sólo se menciona que dañan el medio ambiente.

En La Carolina no hay afiches ni pintadas del Alberto. Solo leo una pintada con la profecía de que Perón vuelve (no sé si del exilio o del cielo) y otra que invita a votar por la fórmula Luder-Bittel y que, a esta altura, parece escrita en el pleistoceno.

La ciudad del presente.

El pasado y el futuro. Comienzo a sospechar que los puntanos ignoran el presente. Quizás presienten –a la manera de algunas filosofías orientales- que el presente es irreal, que las cosas pasaron o pasarán, pero que nunca están pasando; que el presente no es más que el instante inasible en que el futuro se convierte en pasado, porque el río del tiempo fluye al revés. Como dijo cierto filósofo hindú cuyo nombre se ha perdido: “la manzana está en el árbol o ya se cayó, nadie la ve caer”.

Pero no. Los puntanos tienen también su ciudad del presente, que es San Luis (capital) y, como siempre, el presente es más chato, más aburrido, más sin gracia que el pasado (que moldeamos a nuestro gusto con el recuerdo) y que el futuro (construido a partir de nuestra esperanza).

La ciudad de San Luis es bonita y correcta, con sus calles bien trazadas, su infaltable peatonal, sus veredas demasiado angostas y su catedral antigua donde descansan los restos del coronel Pringles, valiente soldado de la independencia americana a quien nuestro olvido le tiene reservado (como al general Necochea y al coronel Suárez) el destino de ser apenas un pueblo de la provincia de Buenos Aires.

Un detalle singular: por más que le doy vueltas y vueltas no veo ninguna de las villas miseria que abundan en toda ciudad que se precie de argentina y latinoamericana.

Apuntes finales antes de partir.

Escribo estas líneas sentado en el desayunador del hotel de Potrero de los Funes. Se trata de un lujoso complejo de cien habitaciones y cinco estrellas, provisto de gimnasio, sauna, minigolf y vista al lago; pero bastante barato, porque es estatal.

La señora y su marido pelado siguen conversando en la mesa de al lado. Conversar es una manera de decir. Ella llena de manteca unas tostadas y habla. Él lee La Nación con cara de malhumor y contesta con monosílabos.

Ella le cuenta ahora de la pista de carreras que están construyendo alrededor del lago. Le dice que quieren traer la fórmula uno a Potrero de los Funes. Intenta que su marido mire las obras por la ventana.

-Fijáte, allá están haciendo los boxes.

El marido gira la cabeza apenas y suelta algo como un gruñido.

-Que se dejen de joder. Por qué no gastan la plata en algo útil –rezonga antes de volver la vista al diario.

No me sorprende el comentario. Es el que haría cualquier porteño bienpensante y progresista. Es el que se escucha cuando alguien habla del tren bala y quien lo hace demuestra instantáneamente que es una persona inteligente, informada y razonable.

El peronismo mágico de San Luis no es razonable. Tampoco lo eran el primer peronismo y los geniales gorilas de la generación del ochenta. Toda gente con veleidades, grandilocuente, excéntrica. Se les daba por construir aviones a reacción, líneas de ferrocarril, repúblicas de los niños, ciudades en medio de la nada.

También entonces habrá habido gente razonable que habrá dicho “por qué no gastan la plata en algo útil”; pero lo que no ven los razonables es el aspecto espiritual de esa grandilocuencia: el orgullo que sienten los puntanos cuando cuentan que su hollywood es único en el país, cuando aclaran que se puede viajar cómodo y tranquilo porque todas las rutas de San Luis son autopistas, cuando sueñan que aquí correrá la fórmula uno, cuando increíblemente señalan que San Luis adhirió al protocolo de Kyoto antes que el resto del país. Se les nota el orgullo, se les nota que los hace un poco más felices.

Pobre San Luis. Sus hijos murieron a montones en la guerra de liberación americana, pero los laureles se los terminaron llevando un general misionero y unas patricias mendocinas y a ellos sólo les quedó el coronel Pringles, cada vez más pueblo bonaerense. El paisaje es lindo, pero no demasiado singular. Para cuyano, es demasiado patagónico. Para patagónico, es demasiado pampeano. Para pampeano, le faltan la soja y las vacas.

El mayor atractivo turístico de San Luis, el más singular y pintoresco, es sin duda su gobierno.

ElQuique.

Comentarios

Anónimo dijo…
Por el porteño no se fija como viven en buenos aires , y despues q vengan para san luis.

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