Crónicas Porteñas. Desventuras del pasajero.

Para nosotros, “Diagonal” es demorar quince minutos menos, “13 y 32” es demorar quince minutos más, “la flota” es un sitio donde sube mucha gente y “abril” es una molesta parada para ricos que por suerte sólo incomoda a los que toman “centenario”.

Entre los múltiples sindicatos increados cuyas filas integro (también me declaro miembro del Sindicato Unido de los Habitantes de Veredas Impares, de la Unión Argentina de Cantores de Tango Amateurs Con Vocación pero Sin Talento, de la Federación de Ciclistas Ocasionales, de la Unión de Peatones que Quieren Comprarse un Auto Pero Carecen del Dinero Correspondiente y de la Asociación de Grandes Consumidores de Yerba Mate), existe uno, numeroso, previsible y creciente: El de los platenses que trabajan en Buenos Aires. Se mantiene increado, sí, por ahora, porque ya inicié conversaciones para fundarlo con un pelado que sube en la flota y con una señorita que viene sentada desde retiro.

Somos muchos y nos conocemos poco. Los habemos de hábitos irregulares, pero la mayoría son un relojito, como el padre de los Romano que llega a la parada a las seis menos tres, o Alejandra Soldavini que llega a las seis y cuatro, o la rubiecita que me cruzo los martes que llega a las cuatro clavadas.

Se puede ensayar una tipología del pasajero: Los hay lectores, durmientes, wolkmanianos y conversadores; pero conviene aclarar enseguida que se trata de tipos ideales y que en la realidad todos los pasajeros participan un poquito de los cuatro tipos.

Los lectores suben y leen. Algunos –los menos- leen el diario; otros, un libro, pero la mayoría lee hojas impresas de Documentos Importantes que acaban de imprimir en su pecé. Los de los auriculares suben, permanecen y bajan enchufados y da lo mismo que existan o no existan. Los durmientes son –sobre todo- cuidadosos. Jamás hablarán en sueños o roncarán o expelerán flatulencias o se recostarán sobre el hombro de el/la compañero/a de asiento. Los conversadores –pobres- son una especie en extinción, temerosa y reprimida. Sólo se desatan un poco cuando les toca otro conversador al lado, que si no, antes de subir a la autopista ya pasan al subgremio de los dormidores.

Las clases sociales tienden a separarse. El sector medio-alto, es fiel cliente de Costera Metropolitana; mientras que el medio-bajo usa los servicios de Vía Sur, justa heredera de la Río de la Plata que continúa con honor sus glorias y deméritos. El tren es más barato, pero sólo llega hasta al borde de la capital, como si no se animase a entrar del todo.

En Vía Sur los choferes maltratan a los pasajeros. En Costera Metropolitana los pasajeros maltratan a los choferes. No sé qué actitud me molesta más, creo que la segunda.

Somos extranjeros en Buenos Aires, de la que sólo queremos escapar a la tardecita. Somos extranjeros también en La Plata, en la que sólo estamos de verdad los fines de semana.

Cuando estamos en Buenos Aires decimos es una ciudad de locos, decimos yo no entiendo como pueden vivir así, yo ni a palos. En La Plata, nos sorprendemos quejándonos de su excesiva tranquilidad los sábados por la noche. A nuestros amigos porteños les hablamos de las torres nuevas de la Catedral, del estadio único, del perfume de los tilos en primavera. A nuestros amigos platenses les recomendamos los boliches de San Telmo, los bares irlandeses del Retiro y los japiáuer a la salida de la oficina.

El vínculo de pertenencia más fuerte es –entonces- la autopista penosa y despierta de la ida, la autopista feliz y cansada de la vuelta. Somos ciudadanos móviles de una franja de asfalto extendida y con peaje.

Nuestra patria asfáltica es más bien decepcionante y nos agrisa y nos aplana. Así vamos por la vida, los hombres de traje oscuro, las damas de traje cito, repletos de rutina y humedad hasta las cejas.

Pero hubo un tiempo casi mitológico de convulsiones y sorpresas. Sucedía allá por la primavera (¿o era invierno? ¿o era verano?) del año dos mil dos. Los inefables esbirros habían clausurado para siempre la empresa Río de La Plata. Las luchas obreras (todavía hay y vuelven) habían paralizado el ferrocarril. Nuestra móvil y pobre patria asfáltica enloqueció.

Abordar un colectivo era una empresa terriblemente complicada. Nadie viajaba sentado (bueno, sí, los señores previsores de retiro) y había que abrirse paso en un pasillo gelatinoso de trajecitos arrugados y olores diversos. Todos adquirimos nuevas habilidades: leer parados, viajar haciendo equilibrio en un pie, dormir sostenidos por el puro apretujamiento. Nos acostumbramos a los tocamientos inevitables y no siempre involuntarios. Todos perdimos la compostura por un tiempo.

Después de “las nazarenas” los colectivos no paraban así porque sí. Había que esgrimir una buena razón para subir aunque sea en el estribo. Había que aguzar la imaginación para que el colectivero siquiera frenase.

Fue por esos días que trabé amistad con Carlitos, un fercho que pasaba un poco antes de las seis. No me acuerdo cómo logré subir, pero me acuerdo que –una vez arriba- era imposible volver a abrir la puerta sin que me aplastase. Después de “las nazarenas”, el colectivo ya no frenó. En la parada del Ministerio de Economía un hombrón de sobretodo implacable y mirada petulante se paró en la calle con la mano extendida. Carlitos –en un gesto de humanidad que lo ennoblece- frenó y evitó su seguro atropellamiento. Yo, que estaba un poco preocupado ante la posibilidad de que la puerta acabase con mi vida, le dije: “No le abras”.

Carlitos dudó. El hombrón –pelo canoso, mentón elevado- se puso a golpearle el vidrio del costado. “No le abras” volví a decirle. El hombrón metió la mano en el bolsillo interior del sobretodo. Creí que iba a extraer un revólver. En cambio, sacó una libretita de cuero con el escudo nacional en la tapa. Se puso a gritar “abrime, soy de la presidencia”.

Carlitos se asustó. “Que se cague”, le dije. Me miró. “Que se cague”, repitió y arrancó de un saque. Desde ese día Carlitos me guardaba el escalón de adelante. Tenía siempre el mate preparado.

Es cierto que los demás pasajeros se indignaban un poco cuando los mandaba para el fondo, cuando les decía “ahí no se puede, está reservado” refiriéndose al escaloncito de adelante; pero en un colectivo manda el chofer.

Carlitos era un tipo macanudo, tenía tres hijos, cobraba ochocientos, pero con el salario y la hora extra sacaba más o menos mil cien. Por suerte eso me lo decía a mí y no a los yupis que se apretujaban atrás, que se hubiesen indignado (como se indignarían los pseudo progresistas universitarios al ver que un fercho cobra lo mismo o más que un intelectual) y hubiesen pedido el libro de quejas como hacen siempre los yupis indignados.

Le tuve que salir de testigo –a Carlitos- porque el hombrón del Ministerio de Economía se quejó al cero ochocientos y aunque mi testimonio fue falso por completo, creo que ni Dios ni la Patria me lo demandarán. Carlitos les debe resultar más simpático que el arrogante pasajero.

Tiempos que no volverán, suspiro, mientras borroneo estas líneas sentado en un cómodo asiento del lado de la ventanilla, en un colectivo que llegó a horario y huele bien. A mi lado duerme una señorita de traje clarito y abultadas protuberancias en el tórax. El chofer se limita a manejar y a tratar con cortesía a los pasajeros que ni lo miran. Sólo queda mirar por la ventanilla nuestra pobre y penosa patria asfáltica y tararear aquello de “floridos tiempos que añoro / por los caminos de olvido / viejas visiones que lloro / sueño querido / que te alejás”, pero bajito, para que no se despierte la niña de las protuberancias.

En fin.

ElQuique

Autopista Buenos Aires-La Plata, Jueves 18 de Septiembre de 2003

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