Crónicas Mundiales

Confesión

No me gusta el fútbol. Ni verlo, ni escucharlo, ni jugarlo. Sé de otra gente que padece el mismo problema y le da un tinte excéntrico, intelectual. A mí, por el contrario, me avergüenza. No me gusta el fútbol –lo confieso-, pero me gustaría que me gustase.

He hecho intentos. Por ejemplo, fui a ver a Gimnasia a todos los partidos de aquella primera y memorable campaña en que salió segundo por un pelito, pero no hubo caso; solía estar más atento a lo que sucedía en las tribunas que en el campo de juego.

Fui cambiando de cuadro con la esperanza de encontrarle el gustito a la cosa (las pocas veces que lo confieso, esto suele causar horror y desprecio en las buenas gentes). Fui hincha sucesiva y cronológicamente de Estudiantes, de River, de Boca y de Gimnasia. Finalmente, y hace unos años, me hice hincha de Guaraní Antonio Franco (y viajé a Posadas a verlo jugar la final con el Godoy Cruz de Mendoza por el ascenso al Nacional B, un lamentable cero a cero que nos dejó afuera).

Ser hincha de Guaraní me proporciona innumerables ventajas en la vida cotidiana, así que ya no pienso cambiar.

Los que se jactan de no gustarles el fútbol, no tienen problemas en confesarlo y en exhibir urbi et orbi su redonda ignorancia sobre temas futboleros; pero yo no me jacto, me avergüenzo y –claro- trato de que no se note.

Antes, cuando a la inevitable pregunta “de qué cuadro sos” yo contestaba “de Boca” o “de Gimnasia”, ocurría que mi interlocutor solía inquirir mi opinión sobre pases, formaciones, compras y ventas de jugadores, promedios del descenso, chances de campeonar. En esos casos yo trataba de gambetear las preguntas, iba respondiendo con lugares comunes mientras podía, pero finalmente terminaba vencido y agobiado y notaba en mi interlocutor un dejo de suficiencia y también de piedad cuando por fin empezaba a cambiar de tema.

Ahora, cuando contesto “de Guaraní Antonio Franco”, mi interlocutor suele mirarme con algo de asombro y hasta una pizca de respeto. A lo sumo, si se trata de un futbolero avezado recordará aquel año en que Guaraní jugó el Campeonato Nacional (cuando era algo distinto del Metropolitano). Un poco de información que he obtenido prolijamente de internet me basta para sostener con suficiencia una conversación de este tipo.

Mis amigos Matías

Tengo dos amigos que se llaman Matías. Uno es fanático de Gimnasia; el otro, de Estudiantes. Ellos no se conocen entre sí, pero cada domingo están pendientes de la suerte de su equipo y del equipo del otro. Sufren, ríen, aman, lloran y odian de verdad; pero en sentido recíprocamente contrario.

Me acuerdo de un reportaje conjunto que Clarín les hizo a Sabina y al Coco Basile hace algunos años en Madrid. Una frase de Sabina explica perfectamente lo que les sucede a mis amigos Matías:

-No te confundas, Coco: para nosotros, más importante que ganar es que pierda el Real.

Así es como cada lunes Matías se siente feliz y Matías se siente desgraciado, y de algún modo Matías se alegra de la desgracia de Matías. Es muy raro que un lunes mis amigos Matías puedan coincidir más o menos en estado de ánimo.

Alguna vez los Matías me han dicho –cada cual a su modo y en su momento- que envidiaban mi desinterés, mi despreocupación. Envidiaban que yo no sufro los domingos, que no me juego la vida pegado a la radio o al alambrado, que los lunes sólo siento el mismo hastío que sienten todos los mortales al comenzar la semana.

Lo que ninguno de los Matías sabe es que yo los envidio secretamente. Que envidio esa cosa sentimental y mágica y trágica de sentirse hermanado con cientos o miles por un color que contiene y cuya suerte y honor se juega todos los domingos. Que envidio también (las confesiones deben ser completas e indivisibles) el odio irracional y rencoroso trasmitido de generación en generación a un rival que además tiene la ventaja de ser eterno e inmutable, porque nunca habrá una final de todas las finales en donde un equipo le gane para siempre al otro.

Y lo que más envidio de todo es que esas extraordinarias pasiones puedan explotar un domingo incruentas; sin anexiones y conquistas, sin matanzas, estupros, violaciones; sin la infame prosa de Rosenberg, sin horas de la espada, sin proscripciones ni fusilamientos, sin opresores, sin tiranos y que ninguna derrota sea irreversible, porque cada domingo el fútbol da revancha.

Pasión Mundial

Sólo hay un momento en el que no tengo nada que envidiarles a mis amigos Matías: cuando llega el mundial. La sensación empieza despacito, unos días antes del primer partido y es como un cosquilleo. Me sorprendo leyendo la sección deportiva de los diarios con interés verdadero, los nombres de los jugadores empiezan a hacérseme familiares, coincido o disiento con el técnico y con los comentaristas y poco a poco me invade la ansiedad.

No sé por qué sucede. Supongo que la explicación tiene que ver con que, mientras no soy fanático de ningún cuadro en particular (ya he dicho que mi predilección por Guaraní es más bien utilitaria), soy un hincha consumado y furioso de la Argentina. Es cierto que mi pasión por la Argentina no es muy deportiva que digamos (la Copa Davis me tiene sin cuidado, por ejemplo) y se manifiesta más bien en el campo de la política, la economía y las guerras (con la excepción de la de la Triple Alianza, en la que hincho por el Paraguay); pero misteriosamente se traslada al fútbol cada cuatro años.

El proceso va de menor a mayor: empieza con el cosquilleo y sigue con la curiosidad, la ansiedad, la preocupación, la euforia, el grito, la súplica, la taquicardia y (pese a ella) la necesidad imperiosa de encender otro cigarrillo.

Pan y Circo

Falta por supuesto el emperador y el escalofriante saludo de los gladiadores “Ave Caesar, moriturii te salutant”, pero están los modernos coliseos y los jugadores (los nuestros, por lo menos, no los pechos fríos del Brasil) juegan como si les fuese la vida en ello.

Es fama que durante las celebraciones del circo romano, los emperadores repartían pan y vino entre los asistentes (algo así como el pochoclo en el cine, pero gratis). Esa agradable costumbre dio origen a un lugar común demasiado conocido en ciertos discursos políticos.

Quizás siguiendo este precedente clásico e imperial, el encargado de la oficina donde trabajo –además de instalar una pantalla gigante- compró sanguchitos y facturas para todos los empleados.

También en la oficina surgieron voces críticas que –como Beatriz Sarlo en Clarín- denunciaron la práctica como demagógica. “Pan y circo” repetían, acaso deseando que hubiera menos de ambas cosas. “Pan y circo” repetimos todos, con la seguridad que siempre da refugiarse en un lugar común; pero –seamos sinceros-: qué no daríamos por un mundo con más mundiales y –sobre todo- con más pan.

Así en la ONU como en la FIFA

Ya sé que a veces los arbitrajes son injustos y despiadados, que alguna vez nos cortaron las piernas, que siempre sospechamos de los sorteos amañados, pero yo preferiría que el sistema de organización mundial se pareciese más al sistema de organización de los mundiales.

Algo de eso hay: la FIFA tiene en la actualidad más miembros que la ONU e incluye a algunas naciones (como por ejemplo a Palestina) que aún no son técnicamente Estados y algunos países de existencia (o resurrección) reciente -por ejemplo Croacia- han solicitado su incorporación a la FIFA antes que a la ONU.

Si la FIFA fuese la ONU, su Consejo de Seguridad nos tendría como miembro permanente, seríamos una de las principales potencias, podríamos jugarnos las Malvinas en noventa minutos apostando todo a las piernas (y a las manos) de nuestros valientes muchachos; pero no veamos sólo el interés argentino. Si la FIFA fuese la ONU, los países africanos estarían creciendo en forma sostenida y a Estados Unidos nadie lo tomaría muy en serio.

Al fin y al cabo, ¿por qué no?, si el mundo es redondo como una pelota.

Enrique.
La Plata, 2 de julio de 2006.

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