Crónicas Misioneras (cuarta entrega)

Frontera seca.

Desde Eldorado, y después de cien kilómetros de subidas y bajadas en medio del monte, llego a Bernardo de Irigoyen, extremo oriental de la República Argentina. Las paredes están repletas de consignas nacionalistas; algunas muy directas (“Aquí comienza la patria”) y otras más sutiles y eficaces (“Bienvenidos a donde nace el sol”), pero nadie habla totalmente en castellano ni en portugués. En la única estación de servicio del pueblo hay cinco cuadras de autos brasileños que esperan para cargar nafta argentina.

Me habían dicho antes de salir que no valía la pena, que no vaya, que no hay nada para ver en Bernardo de Irigoyen; pero yo quería conocer la frontera seca, ese extraño lugar en donde las patrias se tocan sin un río, una montaña o un desierto que las separe.

Por eso lo primero que hago es buscar la frontera. Bajando por la calle principal veo el puesto de la gendarmería. Una mujer gendarme me pide los documentos, me hace bajar del auto y anota cosas en una computadora. Recién entonces advierto que hay un puente y, bajo el puente, el surco seco de un arroyito con un cartel que dice “Aº Pepirí Guazú”. Me siento estafado: la frontera seca no es seca, hay un arroyo que separa. Ínfimo y sin agua, hay un arroyo. Me quejo ruidosamente con la gendarme.

-Esta es la naciente del arroyo –me aclara-, cien metros para allá empieza la frontera seca de verdad. Por acá sólo cruzan los que tienen documentos.

El color de la tierra.

El cielo es el mismo en todos lados. La tierra, no.

Ni negra como en la pampa húmeda, ni gris como en la pampa seca, ni marrón como en casi todas partes, ni blanca como en los calurosos arenales de Corrientes; la tierra misionera es roja, colorada; de un rojo fuerte, oscuro e inconfundible; algo entre la sangre y el ladrillo.

Dicen los que saben que la causa es el exceso de hierro, que al contacto con el aire se oxida. Dios conserve esa tierra encendida y color hada.

Las mañas de Andresito.

Después las llamaron “guerra de montoneras”, pero al principio se las conocía como “las mañas de Artigas”. Suele creerse que los principios de táctica militar de estas guerrillas eran inexistentes y es sabido que la expresión “montonera” alude a que –incultos e incivilizados- peleaban “en montón” y no conocían (o simplemente no usaban) las exquisiteces europeas de la doble línea o la formación en cuadro.

Lo cierto que es que existía en estas tropas irregulares una táctica militar avanzada y distinta, que les permitió derrotar muchas veces a ejércitos visiblemente superiores dirigidos por científicos de la guerra y que hizo que siempre resurgieran hasta la definitiva derrota –y muerte- de Aparicio Saravia en Masoller cuando ya estaba bien empezado el siglo veinte.

Lo cierto, también, es que algunas de estas tácticas -que se fueron refinando con el tiempo y la experiencia- (el uso que de la lanza hacía la caballería, por ejemplo) fueron después incorporadas por los ejércitos profesionales durante la guerra de la Triple Alianza y, de allí, pasaron al ejército alemán que las utilizó en la guerra franco-prusiana.

Los orientales reclaman la paternidad y la primacía en materia de montoneras y, sin perjuicio de las lindezas riojanas, debemos reconocer que con Artigas y Aparicio –el primero y el último montonero, respectivamente- fueron los orientales los que abrieron y cerraron un capítulo no sólo militar de nuestra historia.

No pienso discutir con orientales o riojanos sobre ninguna primacía especial. Sólo señalaré un aporte misionero útil -pero sobre todo hermoso- a esas tácticas criollas. Lo cuenta el propio Artigas en sus memorias.

Se sabe que las tropas montoneras de Artigas no tenían propiamente infantería ni caballería (y, por supuesto, la artillería era un lujo que estaba reservado a los ejércitos profesionales), sino más bien una mezcla de ambas, que podríamos llamar “infantería montada”. Los montoneros (contra lo que su nombre parece indicar) peleaban dispersos y en parejas y atacaban desde todos los lados posibles. Esto disminuía la eficacia de los cañones y de las rígidas formaciones enemigas y aumentaba entre ellas el desconcierto y la zozobra. Los montoneros iban a caballo pero no efectuaban cargas de caballería, sino que se apeaban para disparar y montaban para huir cuando los perseguían. Siempre actuaban en parejas de manera que un montonero cubriese el ataque de otro.

Andresito Guacurarí, aquel mítico comandante misionero, único gobernador indio que existió en la Argentina, le propuso a Artigas una innovación que parece poesía, pero que aumentó enormemente la eficacia de estas tropas irregulares. Propuso que las parejas se formaran no por la voluntad de un sargento, sino por la de la propia tropa. Así, todos preferían combatir al lado de un pariente o de un amigo y ése era un vínculo adicional que los llevaba a no abandonarse en el combate.

La guerra de montoneras sobrevivió a Andresito, cuyo aporte y cuya historia es más olvido que recuerdo. Vayan estos apuntes de homenaje al más querible de nuestros héroes.

Divortium aquarum.

Misiones es un pedacito de tierra chiquito y angosto, sobre todo angosto. Entre el Paraguay y el Brasil casi nunca hay más de ochenta o noventa kilómetros Parece imposible pretender dividir ese pequeño espacio longitudinalmente. Sin embargo, una cadena de sierras que nace en Oberá y muere en Bernardo de Irigoyen separa a la provincia en dos.

De las sierras para allá, todo es más aparaguayado y fluvial y civilizado. El monte desordenado ha sido suplantado progresivamente por prolijas plantaciones de pino y también de yerba y té y hasta por ciudades. Hay industrias y turismo y empresas de transporte y casillas de peaje. La gente habla en castellano, al que le incorporan algunas palabras en guaraní.

De las sierras para acá, todo es más abrasilerado y virgen y enmarañado. El monte manda y apenas tolera unos pueblitos como islas. Hacia el norte, las rutas pasan del asfalto a la tierra y de la tierra a la piedra y se vuelven intransitables. El Uruguay dobla y se mete de repente en el Brasil y la frontera sigue apenas por un arroyito hasta volverse confusa, seca y selvática. Hay mucho gringo, con predominio de polacos, suecos y alemanes y el portuñol comienza a hacerse más marcado a medida que uno se acerca a la frontera.

Toponimia.

Pese a la enorme cantidad de inmigrantes polacos, suecos, alemanes y suizos; hay muy pocos nombres gringos en la toponimia misionera. Con algún esfuerzo se pueden anotar Wanda y Villa Svea.

Los pueblos más antiguos conservan los nombres cristianos de las ruinas jesuíticas sobre las que se levantaron: Santa Ana, San Ignacio, Mártires del Japón, Apóstoles. Entre los más nuevos prevalecen los nombres de caudillos radicales: Leandro N. Alem, Bernardo de Irigoyen, Aristóbulo del Valle.

El Che Guevara, misionero.

Ya sé: me van a decir que el Che Guevara es universal, pero todos los hombres lo son. Todos los hombres son, también, universales de algún lado.

La mayoría lo considera más que nada cubano, porque fue en Cuba donde hizo la mayor parte de sus muchas hazañas. El gobierno cubano ha alentado desde siempre esta interpretación y es allí donde descansan sus restos y donde se encuentran la mayoría de sus estatuas y mausoleos. Es común que los argentinos aceptemos pasiva e irreflexivamente esta posición. Se suele olvidar para ello que el Che renunció formalmente a la nacionalidad cubana un una famosa carta de despedida dirigida a Fidel.

Algunos, más generosos, lo consideran un patriota latinoamericano (para lo cual minimizan -acaso con razón- sus incursiones en el África). Se trata de una verdad tan incontestable como su carácter de universal. Pero también todos los latinoamericanos somos de algún sitio en particular.

Nadie, que yo sepa, lo considera boliviano; aunque no sé por qué es más lógico que la nacionalidad se determine por el lugar de nacimiento y no por el lugar de la muerte, sobre todo cuando se trata de un lugar por el que se muere.

Pese a todo eso, la argentinidad del Che es evidente desde su mismo nombre y se revela enseguida cuando se oyen sus discursos, en los que se le cuela sin querer ese tono porteño cancherito tan característico. Algunos objetan que el Che jamás peleó en territorio argentino, objeción absurda que llevaría a sostener que San Martín era extranjero. Supongo que el obstáculo más importante para aceptar por completo la argentinidad del Che es su (nunca del todo bien documentado) antiperonismo juvenil. Se suele olvidar que, de adulto, ya no pensaba lo mismo; que llamaba “descamisados” a los novatos que se incorporaban a la guerrilla; que antes de partir a Bolivia fue a pedir consejo a Puerta de Hierro (Perón, acaso menos valiente pero muchísimo más lúcido, le avisó que lo derrotarían); y que el viejo general dijo al despedirlo que era el "mejor de los nuestros".

Todas estas cuestiones son superfluas. Es evidente que alguien a quien le dicen "el Che" sólo puede ser irremediablemente argentino.

Ahora bien, también los argentinos somos argentinos de algún lado en particular. En ese punto los rosarinos (extraños santafesinos aporteñados) se apuraron en agenciárselo (probablemente motivados en su carencia de antecedentes épicos; los rosarinos no tienen héroes políticos o militares, aunque abundan en artistas) y hoy todos dicen que el Che era rosarino, aunque uno no advierte nada en común con Olmedo, Fontanarrosa o Fito Páez.

Los cordobeses bochincheros y ladinos ahora quieren disputárselo. Argumentan -no sin algo de razón- que la patria es la tierra de la infancia y que el Che pasó su infancia en Alta Gracia, en donde ahora construyeron un hermoso museo en su honor. Siempre conviene sospechar de las intenciones de los cordobeses. Me malicio que detrás de ese luminoso argumento se esconden móviles más bien turísticos.

Señores cordobeses, señores rosarinos: están ustedes muy equivocados. El Che era (es) misionero; de Caraguatay, para más datos.

Su nacimiento se produjo en Rosario por pura casualidad. Los padres del Che vivían en Misiones (eran dueños de un yerbatal llamado "la misionera") cuando se embarazaron. En Misiones, en esa época, no había médicos, hospitales y esas cosas; y sus padres quisieron que nazca en Buenos Aires, pero -mientras navegaban el Paraná en un vapor hacia la capital- vieron que el parto se adelantaba y bajaron en Rosario. Allí nació el Che -es cierto- y la familia se quedó allí menos de dos semanas, para volver enseguida a Misiones, provincia en la que fue concebido y en donde vivió sus primeros dos años. O sea que de rosarino, más bien poco y nada.

El argumento de los cordobeses es mejor. Es cierto que el Che vivió diecisiete años, casi toda su infancia y adolescencia, en Alta Gracia y en Córdoba capital; pero un auténtico cordobés jamás hubiese abandonado la costumbre de arrastrar las vocales y el Che no la tenía. Tampoco hay noticias de que tomara fernet, bailara cuarteto o se especializara en contar chistes malos.

La hipótesis misionera tiene a su favor las disposiciones de las leyes de Dios y de la República, que -por ahora- coinciden en afirmar que la vida comienza con la concepción. Indudablemente el Che fue engendrado en la caliente, húmeda y propicia selva misionera, de la que tuvo que irse a causa del asma. Pero hay un argumento todavía mejor en el nombre:

Ernesto Guevara Lynch De la Serna es un nombre indicado para un médico importante, para un habitué de los clubes exclusivos, para un dueño de estancia. El guerrillero heroico no podía admitir ese nombre incómodo y se haría famoso, en cambio, como el "Che", argentinísima palabra del idioma guaraní (el idioma de su provincia) que -bueno es recordarlo- significa "hombre".

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