Las provincias festejan los doscientos años de la revolución de Buenos Aires
Todos festejamos los doscientos años de la revolución de Buenos Aires... menos los porteños. No entienden, definitivamente no entienden y se sienten invadidos. No entienden el festejo los contras como Pepe Eliaschev (perfil del domingo, lean la nota porque destila prteñismo gorila y exclusivista del duro); pero tampoco lo entienden los porteños progres (¡un periodista del página le preguntó a un gaucho si estaba disfrazado!)
Como toda fiesta popular, la del Bicentenario es maravillosa por donde se la mire, hermosa de verdad, repleta de significados y contradicciones. Una de esas contradicciones deliciosas es ésta: la fiesta se hace en el obelisco, desborda todo el centro de la ciudad que desde hace doscientos años rige y dirige los destinos de la patria; pero los artistas que la animan son casi todos provincianos y el público es definitiva y masivamente conurbano (es decir, provincianos extrañados en Buenos Aires).
Los porteños autonomistas -los de Alsina, los de Macri, los de Pino- se sienten invadidos y se asustan. Se indignan por el tránsito, por el pastito de las plazoletas pisoteado, prefieren las galas del Colón y el cafecito en el bar London.
Buenos Aires, la ciudad del nombre más hermoso, nuestra hermana mayor -mal que nos pese-, el objeto de nuestro provinciano rencor y nuestro orgullo, la que -como dice mi amigo Matías- nos asusta cuando vamos solos y se asusta cuando vamos todos juntos; decidió hace doscientos años inventar un pais. Tuvo que mandar expediciones armadas para convencer a las provincias y, cuando éstas se sumaron, tuvo que mandar expediciones militares para que tampoco se lo tomen tan en serio.
Las provincias inventaron el federalismo para oponerse a Buenos Aires, pero después Buenos Aires se hizo federal y la liga unitaria fue... ¡del interior!
Buenos Aires inventó el mito del crisol de razas, de la inmigración europea; pero ahora en la nueve de julio cada morocho conurbano baila la música de su provincia de origen (aunque cuente ya tres generaciones en González Catán o Varela). Y ahí estamos los misioneros escuchando bajo la luvia al Gringo Barreto y vivando a una provincia en la que hace años no vivimos.
Y así estamos desde hace doscientos años. Buenos aires y las provincias. Esa contradicción hermosa, esa relación dialéctica de amor y de odio, es también fundante de nuestra identidad. Por eso es tan lindo -cada tanto- atar los caballos en la pirámide de mayo, mojar las patas en las fuentes de la plaza, pisotearles los canteros de la nueve de julio.
¡Viva Buenos Aires! ¡Vivan todas y cada una de las provincias! ¡Viva la patria que amamos!
Como toda fiesta popular, la del Bicentenario es maravillosa por donde se la mire, hermosa de verdad, repleta de significados y contradicciones. Una de esas contradicciones deliciosas es ésta: la fiesta se hace en el obelisco, desborda todo el centro de la ciudad que desde hace doscientos años rige y dirige los destinos de la patria; pero los artistas que la animan son casi todos provincianos y el público es definitiva y masivamente conurbano (es decir, provincianos extrañados en Buenos Aires).
Los porteños autonomistas -los de Alsina, los de Macri, los de Pino- se sienten invadidos y se asustan. Se indignan por el tránsito, por el pastito de las plazoletas pisoteado, prefieren las galas del Colón y el cafecito en el bar London.
Buenos Aires, la ciudad del nombre más hermoso, nuestra hermana mayor -mal que nos pese-, el objeto de nuestro provinciano rencor y nuestro orgullo, la que -como dice mi amigo Matías- nos asusta cuando vamos solos y se asusta cuando vamos todos juntos; decidió hace doscientos años inventar un pais. Tuvo que mandar expediciones armadas para convencer a las provincias y, cuando éstas se sumaron, tuvo que mandar expediciones militares para que tampoco se lo tomen tan en serio.
Las provincias inventaron el federalismo para oponerse a Buenos Aires, pero después Buenos Aires se hizo federal y la liga unitaria fue... ¡del interior!
Buenos Aires inventó el mito del crisol de razas, de la inmigración europea; pero ahora en la nueve de julio cada morocho conurbano baila la música de su provincia de origen (aunque cuente ya tres generaciones en González Catán o Varela). Y ahí estamos los misioneros escuchando bajo la luvia al Gringo Barreto y vivando a una provincia en la que hace años no vivimos.
Y así estamos desde hace doscientos años. Buenos aires y las provincias. Esa contradicción hermosa, esa relación dialéctica de amor y de odio, es también fundante de nuestra identidad. Por eso es tan lindo -cada tanto- atar los caballos en la pirámide de mayo, mojar las patas en las fuentes de la plaza, pisotearles los canteros de la nueve de julio.
¡Viva Buenos Aires! ¡Vivan todas y cada una de las provincias! ¡Viva la patria que amamos!
Comentarios
Un gran abrazo.