Adversus Amparo

A mis compañeros abogados.

El precio que cobramos por nuestros servicios (al que ridícula y pundonorosamente denominamos “honorarios”, como si tuviesen relación con nuestro honor, que de ningún modo puede medirse en dinero) es, en términos bíblicos, el que nos permite pagar el pan y es el resultado del sudor de nuestras frentes.

Nadie puede reprocharnos entonces que intentemos ganarlo lícitamente. Nadie puede reprocharnos tampoco que asumamos la defensa de causas que pueden parecer absurdas o directamente injustas. Somos defensores. De personas, de derechos, de intereses. Allá está el Estado, la Señora Opinión Pública, los medios de comunicación masiva, para juzgar con real o ficticia ecuanimidad. No es el defensor quien debe ser ecuánime y justo. El defensor debe ser lo que es: Defensor y vehemente.

Es bueno que recordemos estas simples y sencillas verdades. Zapatero a tus zapatos. Es bueno hoy en un país y un planeta en que todos hacen lo que no les corresponde. El presidente sanciona leyes, los legisladores otorgan subsidios e inician juicios y los jueces hacen política.

Por eso, muchachos, aflojemos un poco. No confundamos nuestros argumentos defensivos con verdades irrefutables, no confundamos el interés particular de nuestros defendidos con el interés general. No hagamos de nuestros argumentos defensivos un ideario general. No justifiquemos con nuestro discurso el de quienes apuestan a la degradación del país y al sálvese quién pueda.

Confesaré antes de continuar que he participado en la promoción de tres acciones de “amparos corralito”. Las tres han obtenido una medida cautelar idéntica a la petición de fondo. Quiero decir que se ha cumplido el reclamo nitoartaziano “quiero mis dólares”. Ello no me impide pensar ni invalida mis ideas. No estoy obligado creer en lo que digo en las demandas. Así como los amantes profesionales, que no necesitan excusas para regalar o vender treinta minutos de amor apasionado, así como los futbolistas profesionales no necesitan ser hinchas del club para el que juegan, los defensores profesionales no necesitamos creer en la justicia de una causa para defenderla.

Sin embargo, cuando leo en los diarios que la Corte Suprema está a punto de emitir una sentencia que redolarizaría los depósitos pesificados, si se me permite la sobreabundancia de neologismos criollos, no puedo evitar sentir un algo de culpa por mi ínfima participación (mis tres amparos) en tamaño desatino.

La devaluación de la moneda es una experiencia que puede resultar dolorosa. La pesificación de las deudas y los créditos es absolutamente necesaria para tener una moneda que poder devaluar. ¿Qué cosa se va a devaluar si no, si todo está nominado en dólares? La única solución es la que se tomó: Donde se lee dólares, debe leerse pesos.

Se dice que habitualmente en este país los gobiernos han bastardeado las previsiones constitucionales de excepción. La declaración de emergencia económica es permanente; los decretos de necesidad y urgencia, más comunes que las leyes; y hasta ha habido intervenciones federales preventivas.

Todo eso es muy cierto. Pero no lo es menos que también los abogados y los jueces (y los constituyentes de 1994) hicimos lo mismo.

A fuerza de progresismo berreta también convertimos lo excepcional en habitual. Hoy parece que el único proceso judicial que existe es el juicio de amparo. Veamos cómo se fue gestando semejante enormidad.

Primero fue la Constituyente del noventa y cuatro, cuando metieron por una ventana en la Constitución un montón de tratados internacionales y les dieron “jerarquía constitucional”. Qué significa esta “jerarquía” es algo que aún no sabemos a ciencia cierta, pero lo que sí sabemos es que si el amparo debe versar sobre derechos reconocidos en la Constitución de la Confederación Argentina[1], ahora puede fundarse también en los reconocidos en esos tratados internacionales.

Clacule uno la cantidad de tratados y multiplíquelo por la cantidad de artículos que cada tratado contiene. Mmamma mía, decía un colega restregándose las manos. Cualquier derecho sirve para fundar un amparo[2]!

Y entonces nos largamos los abogados planteando amparos como locos[3]. Claro, uno prueba. Total, de última, que te digan que no.

Pero los jueces empezaron a decir a todo que sí.

¿Cómo? -preguntaría un abogado que estuvo congelado durante los últimos cinco años- ¿No era que para que proceda el amparo se requiere que la acción u omisión que afecte el derecho se encuentre viciada de arbitrariedad o ilegalidad manifiesta? ¿Cómo puede una ley del congreso –aprobada por los representantes del pueblo elegidos en elecciones libres- estar viciada de arbitrariedad o ilegalidad manifiesta[4]?

Para eso habría que declarar la inconstitucionalidad de la ley y eso, no se olvide amigo, es un acto de extrema gravedad, por el asunto aquél de la división de los poderes del Estado, lo que la Corte dice en buen romance (latino) la última ratio del ordenamiento jurídico. Para eso se necesita un amplio debate y la producción de pruebas, porque las leyes se presuponen constitucionales y los decretos se presuponen legales. Eso no se puede hacer a través de un amparo. Se necesita un juicio común.

Sí, sí. Suena lógico. Pero los abogados y jueces progres somos muy modernos, muy ansiosos, muy vivos y –sobre todo- muy fiacas. Resultado: Doctrina, jurisprudencia y hasta las normas admiten que en un amparo se declare la inconstitucionalidad de la norma (¡aunque sea de rango legal!) en que se funda el hecho lesivo.

Bueno –dice al abogado recientemente descongelado- pero igual el amparo es un proceso excepcional con un montón de requisitos, entre ellos el de que no exista otra vía judicial idónea.

Si, claro, pero todo puede estirarse como un chicle. Cualquier persona que hable más o menos bien el castellano comprendería que cuando la ley dice “que no exista otra vía judicial idónea” quiere decir “que no exista otra vía judicial idónea”.

Pues bien, abogados y jueces –quizás por estar acostumbrados a tanto latinazgo[5]- entendemos que esa frase quiere decir otra cosa y a la palabra idónea le agregamos calificativos como suficientemente, adecuadamente, igualmente y así hasta nunca acabar. Resultado: Nunca existe otra vía igualmente idónea.

El razonamiento que seguimos es tan estúpido (nadie se sienta insultado, yo también lo uso) que da vergüenza ponerlo en palabras sencillas: No hay otra vía judicial idónea porque un juicio común tarda demasiado, por eso usamos la vía del amparo.

Momentito –dice el abogado descongelado-, entonces no es que no haya otra vía judicial idónea, lo que pasa es que esa otra vía resulta incómoda.

Claro, compadre, acuerdesé lo que le dije acerca de la fiaca.

Si solo hubiésemos pensado un poquito la inevitable consecuencia de esto último, a lo mejor no lo hubiésemos hecho. Los resultados están a la vista: El amparo ya no es una vía rápida y expeditiva, excepcional. Ahora es igual que un juicio ordinario. Exactamente igual, puede durar años.

Yo me dedico sobre todo al Derecho de los Pobres, conocido también como Derecho Laboral o Social. Si llevamos estos razonamientos ridículos a ese campo, su idiotez queda en evidencia. Veamos. A un tipo lo despiden y no le pagan la indemnización (omisión viciada de ilegalidad manifiesta), conculcándose de este modo un derecho expresamente reconocido en la Constitución de la Confederación Argentina (protección contra el despido arbitrario, art. 14 nuevo[6]). Si bien hay otra vía judicial para reclamar la indemnización (el juicio de despido), la misma no es suficientemente idónea porque el juicio puede tardar tres años y el tipo necesita la plata para comer, porque está sin trabajo. Corresponde admitir el amparo.

A esto hay que sumarle que –dada la urgencia del caso y toda vez que se trata de un derecho de naturaleza alimentaria y que indudablemente existe fumus bonis iuris y periculum in mora- corresponde el previo dictado de una medida cautelar. Pero no me venga con un embargo, señor juez laboral, no sea mezquino. Haga como hacen los jueces de la clase media[7]: Como cautelar que le paguen la indemnización –medida cautelar innovativa (¡qué moderno!)- y después, si perdemos el juicio, juramos devolverla.

Claro, suena bien. Me gusta. Y juro que no lo intenté nunca solamente porque no me gusta perder juicios y ya sé que los jueces –que no son trabajadores despedidos, pero sí son ahorristas acorralados- me van a decir que no.

Por supuesto esta viveza criolla de esquivar el juicio ordinario tiene una contra grandísima: Todos hacen lo mismo y, en consecuencia, el amparo tarda lo mismo que el juicio común.

Eso es precisamente lo que pasó y pasa con el corralito. Claro que existen otras vías, pero tardan. Fuimos todos por amparo y ahora vemos que los amparos también tardan y seguramente van a tardar lo mismo (o casi) que los juicios comunes.

Pero igual todos estos argumentos jurídicos en contra de los amparos corralitos son tan falaces como los argumentos a favor.

La única verdad es la realidad:

Los jueces admiten los amparos corralitos porque se identifican con el amparista[8]. En efecto, el arquetipo platónico del ahorrista que tenía algunos miles de dólares en el banco, es un tipo de clase media o media alta, que lee el diario, que no se come las eses, que puede ser un profesional o un comerciante pequeño o mediano, que no se mete en política, ni en cosas raras, que aborrece a los sindicatos y a quienes “no lo dejan trabajar”, por ejemplo el Estado con tantos impuestos, y –fundamentalmente- que se baña todos los días o –al menos- día por medio. Es un tipo que alguna vez durante los dorados años convertibles viajó a Europa, se compró porquerías importadas y tiene auto. No escupe en la calle y sólo expele flatulencias en la intimidad del hogar, lee “clarín”, “la nación” o “página 12” (o El Día), cree que los peronistas ganan las elecciones por la demagogia, considera que los cacerolazos son buenos y lindos, porque la gente fue allí “espontáneamente” y “sin banderías políticas”, pero que la “clase política” no quiere escuchar el reclamo para “que se vayan todos”. Cree que este es un país de mierda y que tienen mucha suerte los que logran el pasaporte europeo y pueden vivir felices como camareros en España, yendo de copas y comiendo tapas. Toma vino valmont (o, si es mujer, oxígeno), mira a Hadad o a Lanata o a Paenza y vota bien, porque ha estudiado.

O sea: Es alguien como el juez.

Nada que ver con esos negros de mierda, seguramente peronistas, que cortan calles e impiden el derecho constitucional de circular, que votan mal, porque no están preparados o porque los llevan en micro con la cruel promesa de un choripán o de una zapatilla derecha a la que le falta su par izquierdo, que tienen mil hijos porque son brutos y no han experimentado la exquisitez del diu o de la píldora anticonceptiva, que viven en la villa, pero tienen antena de televisión o que trabajan de “trapitos” en las veredas y si uno se pone a calcular ganan más guita que todos nosotros juntos, que se emborrachan con vino uvita, que son feos y meten miedo, que hacen huelga y se parecen a Moyano ¡horror!, que además son negros “de alma” porque son grasas, que no quieren que los despidan de la obra en construcción porque son cómodos y están en contra de la movilidad laboral, no progresan, por indolentes y que si están sin trabajo no es culpa nuestra, sino de los políticos y vaya a saber si de verdad buscan trabajo, que al final en la Argentina no trabaja el que no quiere y el problema es que Perón les dio el pescado pero no les enseñó a pescar y ahora con los planes jefes y jefas, que pagamos todos, hay que ver si quieren volver a laburar.



Se me dirá que no tengo razón en nada, que es un gran avance que los jueces hagan respetar la constitución a rajatabla, aún a costa de la conmoción pública. Sólo aceptaré ese argumento el día que vea a jueces admitiendo amparos fundados en el derecho a la vivienda digna y al salario mínimo, vital y móvil.

ElQuique.

PD: Espero que no tengamos que ver -ahora que bajó el dólar- a los ahorristas (y a los cómicos que los acaudillan) reclamando para que les paguen dólares a 4 pesos y no estos dólares devaluados y tan crotos que parecen dólar de negro.

La Plata, 31 de diciembre de 2002
[1] Nadie me reproche este modo de nombrar la patria. También eso está en la Constitución.
[2] Y esto sin contar que ni siquiera nos dejan hacer valer las reservas que oportunamente formulara la Patria a ciertos tratados. Por ejemplo: La Confederación Argentina expresamente aclaró que la protección que la Convención Interamericana de Derechos Humanos otorga al derecho de propiedad no puede hacerse valer contra medidas de política económica. Días atrás una agraciada señorita especialista en materia de Derechos Humanos me aclaró que eso “no es tan así” porque “hay que ver la compatibilidad de la reserva con el Tratado”. Digo yo: ¿Para qué permiten que un país haga reservas si después van a decir que no valieron?
[3] Juro que es verdad: Un amigo planteó un amparo para que Gimnasia y River jueguen a la misma hora.
[4] Bueno, viciada de ilegalidad no puede estar de ningún modo. No hay leyes ilegales como no hay constituciones inconstitucionales, aunque la Corte Suprema en el patético caso Fayt haya dicho lo contrario. Bueno es recordar –aunque todos lo saben- que en ese caso la Corte hizo lugar a una presentación de un señor de apellido Fayt (casualmente miembro de la Corte, aunque tuvo la deferencia de excusarse de votar en su propia causa) y declaró la inconstitucionalidad de un artículo de la constitución (sí, sí, es así, leyeron bien), el que establecía que los jueces de la Corte necesitaban un nuevo acuerdo del Senado cuando se superaba cierta edad.
[5] También al inglés, si no, lean los votos de Hitters.
[6] Sin contar el derecho a la propiedad, art. 17, y la violación de cincuenta o sesenta artículos de diversas convenciones internacionales.
[7] Un amigo me pregunta: Si el fuero laboral es el fuero de los pobres y el fuero civil es el fuero de la clase media, ¿cuál es el fuero de los ricos? –El penal económico, claro.
[8] Esta es la razón más benevolente que conozco. También existe la pulseada política entre el Ejecutivo y la Corte y –por supuesto- nadie ha dejado de escuchar los rumores que dan cuenta de la existencia –en muchos casos- de prevaricato.

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