Crónicas Misioneras. Primera Entrega.


El precio de la guaina.

Llegando al Salto Chávez, un hombre con la camisa desprendida, el pelo rubio enrulado y la piel colorada, me hace frenar. Me explica que la municipalidad está tratando de construir algo que genéricamente denomina balneario y que, por eso, ahora se cobra entrada.

El hombre dice todo esto en tono de disculpa y con algo de pudor. Pregunto cuánto es. Me contesta: “dos pesos por el auto” y enseguida agrega: “y cincuenta centavos por la guaina”.

Dos por el auto y medio por la guaina, y ¿cuánto tengo que pagar por mí mismo?, pregunto. “No, no –me aclara enseguida- el hombre viene con el auto; la guaina paga aparte, cincuenta centavos”.

Le entrego al hombre los dos pesos con cincuenta y pienso -mientras me sumerjo en el hondo piletón que forma el salto- en un sitio raro y hermoso, en donde los hombres son como centauros, mitad hombres mitad autos y las mujeres sólo cuestan cincuenta centavos.

La variedad de la experiencia religiosa.

En Misiones hay miles y miles de iglesias de religiones más o menos increíbles. En todas las ciudades, el templo católico está ubicado en el lugar principal –seguramente impuesto allí por el gobierno central en la época en que la provincia era un territorio nacional- pero la primacía es meramente geográfica.

Así conviven en perfecta armonía los alegres budistas con ojos ajaponesados; los patriarcas ortodoxos rusos que se apellidan Sánchez; los católicos pero del modo bizantino con su señal de la cruz de derecha a izquierda; los cristianos extraños que celebran los sábados, los evangelistas no siempre televisivos y cantores; y -por supuesto- muchos muchos protestantes.

García Saraví lo explicó en un versito dedicado a mi pueblo: “ciudad de muchas religiones lógicamente ilógicas, donde hasta Dios debe tener serias dudas teológicas” y yo mismo recuerdo que en mi niñez rezaba el padrenuestro al modo luterano, con esos grandiosos versos del evangelio de San Mateo “Porque Tuyo es el Reino, el Poder y la Gloria”

Dada la oferta sobreabundante, no creo que haya muchos ateos en Misiones; aunque -eso sí- todos terminan teniendo una teología particular y sólo hay una creencia que comparten todos: el payé y sus correspondientes payeseras.

Días atrás, una de mis tías explicó su propia teología particular, que incluía reencarnaciones (siete en total) y algo como un juicio final al terminar la séptima. Había también un poco de aura y energía y esas cosas.

Tímidamente expuse algunas de las muchas objeciones contra la idea de la reencarnación, las que no repetiré aquí porque son demasiado conocidas. Mi tía se ofreció a indagar en el aura de cada uno de los presentes para saber en qué vida estaban y cuántas reencarnaciones restaban.

Cuando me llegó el turno cerré los ojos con fuerza y aguardé esperanzado el veredicto. Unos segundos después, mi tía dictaminó –con un algo de tristeza-: “Estás en tu última vida” y ya no me sentí tan disgustado con la idea de la reencarnación y me puse a cantar esa canción que dice: “No me pregunten la edad / tengo los años de todos / yo elegí entre muchos modos / ser más viejo que mi edad”.

La tierra sin mal

No hay música misionera. Pese al esfuerzo del gobierno de la provincia, a la elección de “misionerita” como himno provincial y a las descomunales influencias brasileñas y paraguayas; la música misionera es en realidad correntina y se llama chamamé, que en guaraní significa “la tierra sin mal”.

Y da gracia ver a todos esos polacos y suecos y alemanes bailando el chamamé (la más indígena y viva de las músicas argentinas) que les regala un hombre llamado Chango y apellidado Spazciuk.

Entonces uno recuerda las generosas palabras de Tarragó Ros: “Ay Misiones, la flor / más hermosa es saber / que se puede vivir / a tu amparo sin ser / de raíz guaraní”.

Corrientes

Misiones es un pedacito de tierra metido como cuña entre el Brasil y el Paraguay. Un bracito chiquito, delgado y expuesto, apenas agarrado a la Argentina. Corrientes la sostiene, la sujeta. Corrientes le recuerda su pertenencia a la patria. Corrientes la comunica con la inevitable Buenos Aires. Sólo por eso Misiones no se vuela, no se escapa volando al corazón de Sudamérica.

Son iguales y distintas. Comparten el chamamé y el guaraní; pero en Corrientes la gente desciende de indios y de españoles; y en Misiones, nadie sabe a ciencia cierta. En Corrientes hay estancias, en Misiones hay chacras; en Corrientes hay historia, en Misiones hay futuro; en Corrientes hay tradición, en Misiones hay progreso.

Sin Corrientes, Misiones sería brasileña. Sin Misiones, Corrientes sería La Rioja o Catamarca. Por eso, aunque contrarias, son inseparables. Por eso –cada tanto- Corrientes avanza sobre Misiones, como sucedió luego de la organización nacional. Por eso –cada tanto- Misiones avanza sobre Corrientes, como sucedió con Andresito[1].

Las diferencias se advierten ya desde la ruta, desde cualquiera de las dos rutas de la mesopotamia, la doce y la catorce. Uno atraviesa Corrientes aburrido, con su inmensa pampa calurosa. Los pueblos que se ven desde la ruta tienen trescientos años de existencia y no parecen haber cambiado demasiado en el último siglo. La ruta misma es desaliñada y penosa, repleta de baches, porque la tierra no se acostumbra al asfalto. Los hombres usan sombrero. De repente todo va cambiando aceleradamente. Sucede cuando aparecen los tacurúes, cuando la tierra se enciende colorada. Entonces todo se acelera y el paisaje se complica, aparecen pueblos improvisados construidos de apuro al costado de la ruta y tractores y cuando se llega a Virasoro –todavía en Corrientes- ya están el tereré y los yerbatales y si uno se baja a cargar nafta seguro que ya lo embroman con el vuelto y después un cartel verde nos da la bienvenida a Misiones y la ruta se ensancha de inmediato, nueva y orgullosa, y uno siente que puede bajarse y hacer cualquier cosa.

Oberá

El corazón de Misiones es Oberá, por varias razones, pero sobre todo porque es el pueblo en el que me crié.

Está ubicada en el centro de la provincia, lejos (todo lo lejos que es posible en este angosto pedazo de tierra) de brasileños y paraguayos. Tiene algo así como setenta años de existencia. Exhibe con orgullo el galardón de ser la más poblada de la provincia, después de la capital.

Oberá parece diseñada por un arquitecto vanguardista y un poco loco o un poco ebrio. Para empezar, el lugar: justo en medio de una cadena de sierras (en Oberá se unen las Sierras del Imán con las Sierras de Misiones), lo que lo complica todo con subidas y bajadas completamente innecesarias. Oberá tiene dos hermosas avenidas principales: Libertad y Sarmiento. No son paralelas ni perpendiculares entre sí, sino que una nace en diagonal de la otra, anomalía que no alcanzan a corregir sus anchas plazoletas arboladas. Se nota que los fundadores de Oberá no se decidían a la hora de elegir el lugar donde iba a estar el centro. Por eso hay tres, y que cada quien elija el que más le guste.

Todos los pueblos tienen una plaza principal y a su alrededor se amontonan la iglesia, la comisaría, la municipalidad y el edificio del correo. Todas esas cosas juntas se denominan “centro”. Esta organización no es arbitraria y responde al arquetipo platónico de los pueblos, de modo que cualquier modificación aparece escandalosa y ligeramente subversiva. En Oberá, la iglesia está en un sitio; la municipalidad en otro y la plaza, lejos, medio escondida; de suerte que uno recuerda las palabras de Pascal sobre el universo: “es un círculo infinito, cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna”.

Se sabe que los fundadores de Oberá eran mayoritariamente suecos y por eso quisieron ponerle de nombre “Nueva Svea”, bautismo que –por extranjero- fue impedido por el gobierno central que impuso el nombre de Oberá. Sobre este nombre, hay acuerdo generalizado acerca de que proviene del guaraní “o vera”, que equivale en el lenguaje de los conquistadores a “lo que brilla”. Contra esta idea se levanta, solitaria y disidente –aunque razonable-, la voz de mi abuelo, que objeta la sustitución de la ve corta por la be larga y prefiere que el nombre es una referencia a cierto cacique guaraní, valiente, peleador e indomable, que –eso sí- cometió el desatino de haber peleado y muerto en la lejana provincia de Santa Fe.

Neike

Puerto Miseria no queda ni quedó nunca en Misiones. Era en un tiempo remoto una mísera planchada del alto Paraná, como Puerto Profundidad, como tantos otros. Muchos años después, tuvo pretensiones de ciudad y se llamó Puerto Presidente Stroessner y –ahora- Ciudad del Este, paraíso de falsificadores y contrabandistas.

En otras épocas, de Puerto Miseria –lo elijo por el nombre- salían las jangadas que derivaban hacia el sur por un Paraná barroso, colorado, enorme y embravecido. Los dueños de los obrajes solían ser gringos; los capataces, criollos; los mensuales eran misioneros, correntinos o paraguayos, invariablemente guaraníes.

Al mensual se lo contrataba en Posadas y esa actividad –contratar mensuales- era la principal de ese nuevo puerto, chiquito y aluvional, ubicado enfrente de la antigua y decente Encarnación. Todavía quedan en Posadas –en la bajada vieja- algunas casas de madera de esa época en la que servían de lupanar y de oficina, de boliche y de agencia de colocaciones.

La caña estaba prohibida rigurosamente en los obrajes, pero sobraba en Posadas. Al mensual se le pagaba por adelantado, un poco en plata y otro poco en gastos –caña y putas-. Todo se anotaba en una libreta.

Una o dos semanas esperaba el mensual en Posadas a que llegue el vapor que lo transportaría al obraje. Una o dos semanas de bailanta, de borrachera, de lujo, de felicidad.

La contrata era por seis, por ocho, por once meses. El mensual llegaba al obraje como deudor de la compañía y pagaba a veces en cuotas de sudor, a veces con sangre y al contado. Si intentaba escapar, un winchester acababa con su vida de un solo tiro. Si no lo intentaba, el rebenque del capanga acababa con su vida de a poquito. Si volvía a Posadas vivo y más o menos entero, lo hacía sin un peso, así que repetía la historia: una nueva contrata, una o dos semanas de felicidad y de vuelta al obraje.

Opama che la bailanta, en Posadas. Neike, hijo de un añá membuí, en el obraje. Por los siglos de los siglos, amén.

Peculiaridades del habla misionera.

Además de la confusión entre dativo y acusativo, que los misioneros comparten con los españoles (se dice “le visitó” en lugar de “lo visitó”), además de cierto tono festivo, ingenuo y pendenciero, además de los innumerables y hermosos neologismos verbales (“llavear” por cerrar con llave, “arribar” por subir una cuesta) y adjetivos (“pichado” por “mal perdedor”, “argel” por “amargado”), además de las influencias del portugués (“rosar” y “rosado”, por “quemar” y “quemado”), además de todo eso y muchas cosas más, el habla misionera se distingue por la elle.

La elle de lluvia, de llave, de allá, de ellos, de valle, de criollo, de picadillo. Es distinta –conviene aclarar enseguida- a como la pronuncian en España, Centroamérica y en el norte argentino, en donde usan un sonido más parecido a la i. A ver si me explico: no es iuvia, sino lluvia; no es vaie, sino valle.

Yo mismo, desgraciadamente aporteñado desde los trece años, uso esa misma elle cuando leo en voz baja y cuando pienso.

Últimamente la influencia porteña, la difusión del videocable y cierta tilinguería inevitable han hecho que los jóvenes de clase media de Posadas (por suerte no sucede en el interior de la provincia) intenten imitar la pronunciación porteña de la elle. El resultado es, de todos modos, diferente y suena como una ye dura, casi una che (el guaraní se hace presente de todos modos, aunque se lo niegue): crioyo, en lugar del porteño criosho.

Resta anotar que el habla misionera no se encuentra contaminada –como la porteña- de ese tono italiano que vuelve a esta última resentida, bochinchera, incomprensible, traidora y dialectal.

Enrique Catani.
26 de agosto de 2006.

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[1] Como sucede ahora también en Ituzaingó y en Gobernador Virasoro, colonias misioneras informales.

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