La tierra sin mal
La pequeña emancipación del chamamé.
Unos días antes de navidad salí a comprar algunos regalos y –contra todos mis principios- terminé en musimundo; enorme cadena comercial que vende libros, discos y otras cosas; en donde siempre tratan al cliente como a un ladrón en potencia o en acto (“a ver señor, me muestra la bolsita”) y cuyo único mérito es estar abierta hasta las diez y media de la noche, cuando ya todo cerró.
En musimundo descubrí una verdad chiquita y bastante inútil, pero verdad al fin: el chamamé se ha independizado del folklore. Es una independencia –claro- que se reduce por ahora a los criterios clasificatorios de musimundo, pero que se va extendiendo.
Pero –pequeña, incipiente- la emancipación aparece muy clara. Hay una marquesina que dice “folklore”, otra que dice “tango” (la independencia del tango es tan rotunda y definitiva que a nadie sorprende; por el contrario, sorprendería que alguien lo considere lo que es: una música folklórica) y, por fin, una tercera que dice “chamamé”.
Así, separado y singular como el tango, se vende el chamamé en musimundo. Quizás haya razones musicales para esta mínima independencia, pero no estoy seguro. Una vez tuve oportunidad de conversar con Antonio Tarragó Ros. Me explicó que la estructura rítmica del chamamé es diferente. Que la chacarera, la zamba, el estilo, el carnavalito, tienen una base rítmica similar. El chamamé no. Mientras me explicaba esto, Tarragó ejemplificaba con pequeños golpecitos en la mesa. Yo no le entendí y tampoco pude pedirle más explicaciones, porque, medio caú los dos, nos trenzamos en una discusión sobre si San Martín era correntino o misionero y temí en determinado momento que Tarragó –irreparablemente correntino- sacara un machete y empezara a repartir.
Yo prefiero pensar que la razón es otra. El litoral ha sido la única región del país que propuso e intentó seriamente ejercer un liderazgo nacional alternativo al de Buenos Aires. Con Artigas primero, con Ramírez más tarde y con Urquiza por último, el litoral quiso imponerle al país su liderazgo benévolo. No es raro entonces que en la música, entre el homogéneo folklore y el tango singular, el chamamé –alegre, tenaz y desafiante- plantee su alternativa.
Adversus tango.
Mis amigos tangueros miran al chamamé sin respeto (lo que es bueno) y por encima del hombro (lo que es malo). Jamás se detienen a compararlo con el tango porque juzgan a éste infinitamente superior a cualquier otra música folklórica, pero llegado el caso podrían detenerse a considerar a la zamba o incluso a la chacarera. El chamamé –en cambio- les parece una musiquita bochinchera, propia de paisanos iletrados.
La primacía del tango no tiene discusión. Negarla es como negar la primacía de Buenos Aires. El tango supera por mucho a todas las demás músicas folklóricas. Por singularidad musical, por expresividad, por su poesía (y sobre todo por su éxito nacional e internacional no del todo comercial), el tango es único e incomparable, pero adolece de un grave problema: su inferioridad moral.
Los personajes del tango no nos repugnan solamente porque estamos acostumbrados a ellos: el golpeador o asesino de mujeres, el holgazán que no trabaja ni quiere trabajar, el mentiroso que imposta una situación social superior a la suya[1] y el peor de todos: el irredimible resentido y rencoroso.
Si –como dijo Borges- la traición es el peor delito que la infamia soporta, el rencor se nos presenta como el peor sentimiento posible, sin embargo hay un tango que soporta el delictual título de “Rencor” y hay otro que es una delectación en el charco de los malos sentimientos (“yo quiero morir conmigo / sin confesión y sin Dios / crucificado a mis penas / como abrazado a un rencor”).
Dicen que el tango es triste –opinión con la que disentían Borges y Macedonio porque preferían (como todo hombre de bien) los tangos vistosos de la primera época, con su alegría viril y su culto del coraje-, pero a mí me parece que, más que triste, se ha vuelto desconfiado (“no te fíes ni de tu hermano”), resentido, rencoroso.
Mis amigos tangueros suelen –ante este argumento- hacer del defecto virtud y comienzan a alabar la sordidez, el resentimiento, la venganza, la violencia doméstica, el latrocinio. Quizás sea una dificultad mía, pero todavía me cuesta pasar de la moral de Jesucristo a la del Gordo Valor.
Pero el peor defecto moral del tango no está en sus personajes a veces sórdidos y en cierta delectación en el resentimiento; el peor defecto –que quizás sea un defecto porteño, claro- es su falta de sentido solidario y social. El tango es esencialmente individualista. La solidaridad sólo está presente en el tango en el nivel mínimo del individuo, entre el ladrón y el cómplice, entre el datero y el jugador compulsivo. El resto del mundo, la comunidad, los otros, sólo son un escenario de jungla urbana en donde el vivo vive del sonso y el sonso de su trabajo. El famoso aire “barrial” del tango se limita a describirlo como paisaje de aventuras individuales, nunca como comunidad de personas más o menos unidas en un problema o un destino común. La pobreza es en el tango algo de lo que cada quien escapa como puede. Hay muy pocos tangos patriotas y los pocos que hay –como “Argentina” de Gardel- suelen tener un tufillo aristocrático, conservador y antipopular[2]. Salvo “Pan” y “Aquaforte” (y éstos porque los miro con mucha buena voluntad) no hay tangos con contenido social.
La comparancia.
Las comparaciones son odiosas, pero probemos. El tango y el chamamé comparten la singularidad de un instrumento de fuelle de extraño origen germano. En un caso es el bandoneón y, en el otro, el acordeón[3]. Similares aunque diferentes, ninguna otra música popular argentina los utiliza[4].
Salvo eso (y la independencia de una marquesina propia en musimundo), no se parecen en nada. Los temas del chamamé suelen ser vistosos y alegres y divertidos. El tono es costumbrista, como en el tango, pero no es quejumbroso ni mucho menos resentido. Los personajes del chamamé suelen emborracharse los domingos en las fiestas de pueblo pero no le huyen al trabajo. Son peleadores, sí, y orgullosos también, como en el tango, pero no suelen albergar envidia, resentimiento ni rencor (o al menos no se jactan de ello). El orgullo no les impide vindicar su condición social humilde tampoco[5]. No hay ladrones, salvo que sean santos como Antonio Gil (
Unos días antes de navidad salí a comprar algunos regalos y –contra todos mis principios- terminé en musimundo; enorme cadena comercial que vende libros, discos y otras cosas; en donde siempre tratan al cliente como a un ladrón en potencia o en acto (“a ver señor, me muestra la bolsita”) y cuyo único mérito es estar abierta hasta las diez y media de la noche, cuando ya todo cerró.
En musimundo descubrí una verdad chiquita y bastante inútil, pero verdad al fin: el chamamé se ha independizado del folklore. Es una independencia –claro- que se reduce por ahora a los criterios clasificatorios de musimundo, pero que se va extendiendo.
Pero –pequeña, incipiente- la emancipación aparece muy clara. Hay una marquesina que dice “folklore”, otra que dice “tango” (la independencia del tango es tan rotunda y definitiva que a nadie sorprende; por el contrario, sorprendería que alguien lo considere lo que es: una música folklórica) y, por fin, una tercera que dice “chamamé”.
Así, separado y singular como el tango, se vende el chamamé en musimundo. Quizás haya razones musicales para esta mínima independencia, pero no estoy seguro. Una vez tuve oportunidad de conversar con Antonio Tarragó Ros. Me explicó que la estructura rítmica del chamamé es diferente. Que la chacarera, la zamba, el estilo, el carnavalito, tienen una base rítmica similar. El chamamé no. Mientras me explicaba esto, Tarragó ejemplificaba con pequeños golpecitos en la mesa. Yo no le entendí y tampoco pude pedirle más explicaciones, porque, medio caú los dos, nos trenzamos en una discusión sobre si San Martín era correntino o misionero y temí en determinado momento que Tarragó –irreparablemente correntino- sacara un machete y empezara a repartir.
Yo prefiero pensar que la razón es otra. El litoral ha sido la única región del país que propuso e intentó seriamente ejercer un liderazgo nacional alternativo al de Buenos Aires. Con Artigas primero, con Ramírez más tarde y con Urquiza por último, el litoral quiso imponerle al país su liderazgo benévolo. No es raro entonces que en la música, entre el homogéneo folklore y el tango singular, el chamamé –alegre, tenaz y desafiante- plantee su alternativa.
Adversus tango.
Mis amigos tangueros miran al chamamé sin respeto (lo que es bueno) y por encima del hombro (lo que es malo). Jamás se detienen a compararlo con el tango porque juzgan a éste infinitamente superior a cualquier otra música folklórica, pero llegado el caso podrían detenerse a considerar a la zamba o incluso a la chacarera. El chamamé –en cambio- les parece una musiquita bochinchera, propia de paisanos iletrados.
La primacía del tango no tiene discusión. Negarla es como negar la primacía de Buenos Aires. El tango supera por mucho a todas las demás músicas folklóricas. Por singularidad musical, por expresividad, por su poesía (y sobre todo por su éxito nacional e internacional no del todo comercial), el tango es único e incomparable, pero adolece de un grave problema: su inferioridad moral.
Los personajes del tango no nos repugnan solamente porque estamos acostumbrados a ellos: el golpeador o asesino de mujeres, el holgazán que no trabaja ni quiere trabajar, el mentiroso que imposta una situación social superior a la suya[1] y el peor de todos: el irredimible resentido y rencoroso.
Si –como dijo Borges- la traición es el peor delito que la infamia soporta, el rencor se nos presenta como el peor sentimiento posible, sin embargo hay un tango que soporta el delictual título de “Rencor” y hay otro que es una delectación en el charco de los malos sentimientos (“yo quiero morir conmigo / sin confesión y sin Dios / crucificado a mis penas / como abrazado a un rencor”).
Dicen que el tango es triste –opinión con la que disentían Borges y Macedonio porque preferían (como todo hombre de bien) los tangos vistosos de la primera época, con su alegría viril y su culto del coraje-, pero a mí me parece que, más que triste, se ha vuelto desconfiado (“no te fíes ni de tu hermano”), resentido, rencoroso.
Mis amigos tangueros suelen –ante este argumento- hacer del defecto virtud y comienzan a alabar la sordidez, el resentimiento, la venganza, la violencia doméstica, el latrocinio. Quizás sea una dificultad mía, pero todavía me cuesta pasar de la moral de Jesucristo a la del Gordo Valor.
Pero el peor defecto moral del tango no está en sus personajes a veces sórdidos y en cierta delectación en el resentimiento; el peor defecto –que quizás sea un defecto porteño, claro- es su falta de sentido solidario y social. El tango es esencialmente individualista. La solidaridad sólo está presente en el tango en el nivel mínimo del individuo, entre el ladrón y el cómplice, entre el datero y el jugador compulsivo. El resto del mundo, la comunidad, los otros, sólo son un escenario de jungla urbana en donde el vivo vive del sonso y el sonso de su trabajo. El famoso aire “barrial” del tango se limita a describirlo como paisaje de aventuras individuales, nunca como comunidad de personas más o menos unidas en un problema o un destino común. La pobreza es en el tango algo de lo que cada quien escapa como puede. Hay muy pocos tangos patriotas y los pocos que hay –como “Argentina” de Gardel- suelen tener un tufillo aristocrático, conservador y antipopular[2]. Salvo “Pan” y “Aquaforte” (y éstos porque los miro con mucha buena voluntad) no hay tangos con contenido social.
La comparancia.
Las comparaciones son odiosas, pero probemos. El tango y el chamamé comparten la singularidad de un instrumento de fuelle de extraño origen germano. En un caso es el bandoneón y, en el otro, el acordeón[3]. Similares aunque diferentes, ninguna otra música popular argentina los utiliza[4].
Salvo eso (y la independencia de una marquesina propia en musimundo), no se parecen en nada. Los temas del chamamé suelen ser vistosos y alegres y divertidos. El tono es costumbrista, como en el tango, pero no es quejumbroso ni mucho menos resentido. Los personajes del chamamé suelen emborracharse los domingos en las fiestas de pueblo pero no le huyen al trabajo. Son peleadores, sí, y orgullosos también, como en el tango, pero no suelen albergar envidia, resentimiento ni rencor (o al menos no se jactan de ello). El orgullo no les impide vindicar su condición social humilde tampoco[5]. No hay ladrones, salvo que sean santos como Antonio Gil (
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