Modos ejemplares de ser fusilado (X): Carlos de Inglaterra

Aunque ustedes no lo crean, aun hoy, en pleno siglo veintiuno, hay un montón de países atrasados que todavía son gobernados por unos señores (o señoras) que acceden al poder mediante el involuntario trámite de nacer y cuyo rostro suele afear los billetes y las estampillas. Uno de ellos, Inglaterra, posee una larga tradición de reinas longevas y malhumoradas; sin embargo, supo conocer alguna vez –por breve tiempo- formas de organización política más modernas. Como suele suceder en estos casos, para lograrlo tuvo que decapitar a un rey.

El hecho sucedió en el siglo diecisiete, cuando el Reino Unido no estaba tan unido y no se llamaba así tampoco. Carlos I reinaba en Inglaterra, en Escocia, en Gales, en Irlanda, en dos o tres islitas del Caribe y en una diminuta franja costera de América del Norte. Se dice que no aprendió a hablar ni a caminar hasta los tres años y que –al llegar a la edad adulta- medía apenas un metro con sesenta. Se dicen tantas cosas…

Era una época extraña de fervor religioso, una época en la que la teología se había convertido en una pasión popular. En Inglaterra había una iglesia oficial, pero también había católicos romanos, presbiterianos, calvinistas, puritanos y esas cosas.

Carlos –vaya uno a saber por qué- se involucró en esas disputas estériles del peor modo. Favoreció alternativamente a unos y a otros y terminó por malquistarse con todos. Carecía por completo del sentido de la lealtad: combatió a España y a Francia, pero después se alió con ambos; intentó someter a Escocia, pero después terminó refugiado allí. Finalmente los escoceses lo entregaron al parlamento inglés, ya definitivamente sublevado.

La Cámara de los Comunes lo sometió a un proceso por traición. Carlos argumentó en su defensa –con impecable razón- que siendo él el rey no podía al mismo tiempo ser traidor al rey; y que los traidores eran, más bien, quienes lo sometían a juicio. El parlamento no compartía ese punto de vista y terminó por condenarlo a muerte.

Todavía no se había inventado la guillotina, así que la ejecución debía realizarse a mano, con un hacha. En una tarde calurosa, Carlos se encontró parado en una tarima que hacía las veces de patíbulo. A su lado, transpiraba un verdugo encapuchado. Le leyeron en voz alta los cargos y la condena. Un fraile (o un obispo) imploró por el eterno descanso de su alma.

Mientras se cumplían estos trámites previos, Carlos temblaba en forma irreparable. Los dientes le castañeaban ruidosamente, en un espectáculo lamentable. Sus súbditos sublevados que observaban el ritual confirmaban su desprecio por el rey condenado:

-Siempre fue un cobarde.

Los trámites previos llegaban a su fin. Lo hicieron adelantarse y, antes de agacharlo y colocarle la cabeza en el soporte, lo invitaron a formular su última voluntad. El calor era insoportable.

-Tráiganme una capa –dijo el rey bien fuerte para que todos puedan oírlo-, estoy temblando de frío.

Comentarios

Anónimo dijo…
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