La gota fría
“Moralito, Moralito se creía
Que quizás él a mí me iba a ganar
Y cuándo me oyó tocar
Le cayó la gota fría”
Emiliano Zuleta - “La gota fría”
Enemistades
El amor y el odio son sentimientos explosivos, que pueden menguar mucho –e incluso desaparecer- luego de una trompada o un revolcón. La amistad y la enemistad de los hombres pueden (y deben) prescindir de esas efusiones. A cambio, suelen ser más duraderas.
La enemistad profunda y permanente entre dos personas puede no diferir demasiado de la amistad prolongada. El ejercicio de ambas requiere la perpetua repetición de rituales comunes y la existencia de un código compartido. En ambos casos sus protagonistas comparten mucho entre sí.
Borges recordaba la historia de dos teólogos que dedican su vida a refutarse mutuamente y que, al morir, descubren que a los ojos de Dios ellos son una sola persona.
Algo así sucede con la historia de Lorenzo Morales y Emiliano Zuleta. Se nos dice que luego de muchísimos años de ejercer una rivalidad enconada y pública, terminaron –a la vejez- haciéndose amigos. Se me hace que a esa altura no habrán notado ya la diferencia.
Macondo
Hay una región de nuestra América, ubicada en Colombia y atravesada por el río César, que ha dado a sus hermanos y al mundo dos invenciones memorables (que acaso sean una sola): el realismo mágico y la música vallenata.
De la primera no hace falta decir nada. En un pueblo con el sonoro nombre de Aracataca (al que ahora –para atraer turistas-quieren llamar Macondo) nació el hombre que escribiría “Cien años de soledad”, novela que –como señaló su autor- no es otra cosa que “un vallenato de trescientas páginas”. La segunda –convenientemente remasterizada- es un éxito comercial en todo el mundo con la voz de Carlos Vives.
Antes de eso, la música vallenata (cuyo nombre proviene de Valledupar, ciudad capital del Departamento de César) podía prescindir de baterías, sintetizadores y guitarras (eléctricas y de las otras) y se arreglaba lo más bien con una guacharaca, una caja y un acordeón. Era –es- la música popular de esa región tropical y mágica.
La alegría estruendosa y las diabluras del acordeón son dos características que comparte con nuestro chamamé correntino; pero –a diferencia de nuestros chamameceros- los músicos vallenatos prefieren el “tres hileras” y no se han resignado nunca al acordeón a piano.
Como en el caso de los corridos mexicanos, los vallenatos se usaron alguna vez para llevar noticias y sucedidos de un pueblo al otro.
La piqueria
Se trata de un duelo en el que se enfrentan dos acordeoneros (aquí diríamos acordeonistas) en contrapuntos de frase y contrafrase.
Por lo general todo se inicia con una “parada”. Un acordeonero llega a un pueblo y “para” allí a la espera de que el rival local advierta su presencia y lo desafíe. Como en nuestras payadas, el duelo incluye preguntas y respuestas, desafíos e insultos velados o directos en versos que los ejecutantes improvisan a gran velocidad. Si la competencia es pareja y no tiene un claro ganador, si se prolonga durante muchas horas y si sobra el alcohol, puede ser que termine a las trompadas o a los machetazos.
La piqueria es –en definitiva- una versión tropical y caliente de nuestra payada de contrapunto. Sólo que allí la lenta guitarra es reemplazada por el acordeón vertiginoso; y la sabiduría triste, por la alegría jactanciosa.
Los hombres
Uno se llamaba Lorenzo Miguel Morales y el otro, Emiliano Zuleta Baquero. Ambos eran acordeoneros y geniales. Los dos, pobres de toda pobreza. Cada uno, el mejor de su respectivo pueblo. Para mayor simetría, Dios quiso que uno fuera negro como el betún y el otro, blanco como el papel. Quizás como compensación, Morales tenía dos propiedades: un burro y un acordeón. Emiliano no tenía nada, tocaba con acordeones prestados.
Sus respectivos pueblos quedaban lo suficientemente cerca entre sí como para que exista esa rivalidad natural de los vecinos y lo suficientemente lejos como para que no fuese imprescindible que se cruzaran por la calle.
No sé quién empezó, pero estamos autorizados a suponer que fue Morales y que quizás el comienzo haya sido sutil e involuntario. Probablemente los hechos sucedieron así: un buen día Morales compone y canta una canción en la que parece mencionar –y criticar muy sutilmente- a otro acordeonero a quien no nombra. Hay quienes piensan que el mentado es Emiliano y le van con el cuento.
Emiliano responde con otro canto, en el que repasa los defectos evidentes del pueblo vecino, entre los que se destaca la falta de talento de sus acordeoneros. La referencia –como se ve- empieza a ser más precisa. Morales –sigamos suponiendo- contesta con una mención más específica todavía y Emiliano entonces se burla llamándolo “negro yumeca”.
A partir de allí, la rivalidad está declarada y es explícita. La ejercen Morales y Emiliano, pero son dos pueblos que se insultan y se desafían a través de ellos.
Así siguen durante diez años: cada vez que Morales canta una nueva canción, todos esperan la mención denigratoria a Emiliano y lo primero que hacen es correr a contarle. Cada respuesta de Emiliano, lo mismo. Los versos son siempre ofensivos y desafiantes, pero prescinden de las malas palabras y las menciones a sus respectivas madres. Salvo algunas coplas sueltas que se repetían en varios cantos (“que es lo que le pasa a Emiliano / que es lo que le pasa a Zuleta / es el miedo que me tiene / de mandarme la respuesta” o “qué criterio va a tener / un negro yumeca como Lorenzo Morales / el criterio de Miguel / lo dejó en los cardonales”), la mayoría de estas canciones se ha perdido.
Siempre se desafían a encontrarse en una piqueria que los enfrente y decida por fin quién es el mejor, pero –por una cosa o por otra- el duelo nunca se lleva a cabo. Muchas veces están a punto de encontrarse, pero cuando Morales llega a un pueblo, Emiliano siempre acaba de irse y, cuando se va, llega. Nunca coinciden.
Sospecho que esos desencuentros no eran casuales. Una rivalidad enconada y perpetua como la que ellos ejercían sólo puede sostenerse si los contendientes se enfrentan todos los domingos (como los equipos de fútbol), de manera que siempre haya revancha, o si no lo hacen nunca. Supongo que ambos sabían o intuían esa verdad y, por eso, prolijamente evitaban encontrarse sin que se note.
La historia debía continuar de ese modo para siempre, pero algo falló un día en el que ambos coincidieron en el pueblo de Urumita.
El encuentro
Durante muchos años, todos los especialistas en música vallenata postularon la falsedad de la historia narrada en La gota fría. Sin embargo, mucho después, ya viejos los dos y muy cerca de mudarse para siempre al paraíso, Emiliano y Morales dieron un reportaje conjunto a la televisión colombiana y contaron lo que sucedió aquel día en la plaza de Urumita.
Desde entonces sabemos, a partir del relato conjunto de los contendientes, que –más allá de algunas omisiones y exageraciones- la historia es esencialmente verdadera. Los hechos sucedieron más o menos así:
Emiliano Zuleta estaba en Urumita. Pensaba irse, pero una tormenta (o una muchacha) postergaron su partida. Con la mañana llegó Morales, montado en su burro y munido de su acordeón.
Alguien los vio a ambos y corrió la voz. Al minuto todos los sabían y el duelo se hizo inevitable. Cuando el pueblo llenó la plaza por completo, alguien fue a buscar a Emiliano y a Morales. Llegaron cada cual por una calle distinta y se dieron la mano con respeto. Después de diez años de desafiarse e insultarse minuciosamente, era la primera vez que se veían las caras.
Lorenzo Miguel Morales probó el acordeón. Fue una sola frase larga y hermosa. Emiliano empezó a quejarse. Que así no valía, que era trampa, que estaba en desventaja. No le faltaba algo de razón: no tenía acordeón y estaba completamente borracho. Morales no se inmutó y siguió tocando y Emiliano se fue a dormir, refunfuñando a los gritos. El pueblo, desilusionado, permaneció en la plaza y, poco a poco, la hermosa música de Morales le devolvió la alegría y así estuvieron durante tres horas.
Fueron las tres peores horas en la vida de Emiliano Zuleta. Borracho y enojado, daba vueltas en la cama sin poder dormirse. Escuchaba desde su habitación el griterío ruidoso y el baile, pero sobre todo, escuchaba la música hermosa de Morales. Escuchaba también algunos versos que lo mencionaban: “no conozco el pique que me tiene Emilianito / y yo siempre le he dicho que no se meta conmigo / me anda criticando que yo soy negro yumeca / pero él no se fija que es blanco descolorido”, “llegan los rumores de Morale’ a Emilianito / si es que está en la sierra siempre está medio dormido / toma la sorpresa que le llevan los que van / se pone nervioso y no quiere verse conmigo” y otros tantos. A las tres horas no aguantó más. Se levantó, se lavó la cara y se encaminó resuelto a la plaza. Subió al escenario y le arrebató el acordeón a Morales y él también largó una frase larga y jactanciosa.
Pero entonces fue Morales el que planteó una objeción: había estado tocando durante tres horas y estaba cansado. Eso era dar mucha ventaja. Finalmente, luego de algunas discusiones y después de la oportuna intervención del alcalde y del cura párroco, ambos asumieron un compromiso público. Se enfrentarían al día siguiente a las cinco de la mañana. Con esa promesa, los dos se fueron a dormir y el pueblo también, expectante.
Al día siguiente todos madrugaron, pero hubo alguien que madrugó más. Cuando, reunidos todos en la plaza, vieron que Morales no llegaba, lo fueron a buscar y descubrieron que se había ido.
Un grito resonó entonces en todo el pueblo: “¡a Lorenzo Morales le cayó la gota fría!”.
La canción
Los designios de Dios son inescrutables. Cientos de canciones se escribieron Morales y Emiliano, y todas fueron escuchadas con interés y prolijamente olvidadas al poco tiempo. La que escribió esa noche Emiliano, en cambio, merecería una hospitalidad perdurable en la memoria de los hombres.
No hay razones para explicar esa diferencia. Nada nos autoriza a suponer que poética o musicalmente fuera superior a las composiciones anteriores (o posteriores) de Emiliano. Podría pensarse que su éxito se debió a que narraba una historia verídica, pero me consta que no es el único canto de Emiliano Zuleta en que eso sucede.
Así y todo, cuando uno repasa los versos de La gota fría –con su estilo simplón y popular y su melodía gritona y pegadiza- encuentra un sabor inconfundible, una marca espaciotemporal bien definida. La gota fría dice más de esa zona tropical y mágica de nuestra América que cualquier enciclopedia, que cualquier guía de turismo. Dice más, incluso, que los Cien años de soledad a los que –como dijo Borges- le sobran unos sesenta años.
No sé cuál fue el motivo de su éxito, pero los versos de La gota fría se desparramaron de inmediato por toda la región del César y, al poco tiempo, por toda Colombia y, finalmente, por todos los países de habla hispana, hasta transformarse en el vallenato por antonomasia, el vallenato prototípico, el vallenato de vallenatos. La gota fría es hoy al vallenato lo que Kilómetro 11 es al chamamé.
No es mi vallenato preferido. Me gustan mucho más las composiciones de Leandro Díaz y –sobre todo- las de Rafael Escalona, pero siempre vuelvo a él de tanto en tanto. Lo canto bajo la ducha, intento tocarlo en el acordeón (por ahora con pobres resultados), se lo enseño a mi hija. Lo he escuchado en treinta o cuarenta interpretaciones diferentes y he repasado prolijamente las pequeñas variaciones de sus versos. No me parece una exageración o una mera interjección calificarlo de perfecto.
El escarnio
Cuando Emiliano Zuleta cantó por primera vez La gota fría, la rivalidad que mantenía con Lorenzo Morales se clausuró en forma definitiva. Ya no había nada que discutir. Morales había rehuido el enfrentamiento como un cobarde.
Se sabe que Morales intentó diversas excusas (algunas con cantos y versos), pero no hubo caso. En cada pueblo que visitaba, lo recibían con la incontestable primera estrofa de La gota fría: “acordáte Moralito de aquel día / que estuviste en Urumita / y no quisiste hacer parada / te fuiste de mañanita / sería de la misma rabia”.
La derrota era absoluta, total, ignominiosa. Los demás músicos vallenatos le hicieron la comparsa al vencedor y también escribieron cantos que se burlaban del pobre Morales. Al poco tiempo el escarnio público le resultó insoportable y Morales se perdió por muchos años. Dejó de viajar por los pueblos de la región y ya nadie más pudo verlo por la zona. Se dice que se retiró a vivir en las serranías, con los indios, lejos –todo lo lejos que pudo- del infortunado encuentro en Urumita, lejos –sobre todo- de los versos hirientes de La gota fría.
La ausencia de Morales se notó en toda la región y fue un nuevo motivo de burlas. Rafael Escalona –que sería luego el más grande de los compositores vallenatos pero que en ese entonces era apenas un imberbe aprendiz de diecisiete años- se propuso ir a buscarlo y fatigó todos los pueblos de la región sin mayores resultados. De ese vano viaje derivó un paseo llamado Buscando a Morales. El comienzo es casi afectuoso: “díganle a Morales que aquí estuvo una persona / que llegó a Guacoche con gana ‘e verlo tocá / pasé por su casa y la he encontrado sola / empujé la puerta y estaba atrancá”, pero al ratito nomás lo acicatea con “porque Moralito es una enfermedad / que está en todas partes y en ninguna está”, y termina diciendo lo que todos piensan: “yo creo que Morales le teme a Emiliano / no sea que de pronto se lo encuentre allá”.
Morales no respondió a ninguna de las burlas y ya no tocó. Nadie lo vio más por ninguna parte, al punto que algunos lo dieron por muerto. Leandro Díaz le escribió un canto llamado La muerte de Moralito.
Arte de injuriar
Los versos de La gota fría son hirientes, demoledores y jactanciosos, pero están escritos con un aire de prudencia y respeto y en ello radica precisamente su eficacia. El insulto aparece en boca de Emiliano solamente como una posibilidad y siempre condicionado a la conducta del otro. Copio dos ejemplos que me resultan particularmente agradables: “yo tengo un reca’o grosero / para Lorenzo Miguel / él me trató de embustero / y más embustero es él” y el mejor de todos: “me le dicen a Morales / me le dicen a Miguel / ¡ay! que no la mente a mi madre / porque le mento la de él”.
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